Como
nos habíamos acostado temprano, a las 7:30 ya estábamos despiertos
y desayunando los waffles en bolsita y el café Nespresso que nos
había dejado Gerard (definitivamente no era ningún diablo, como el
de Gante).
A
las 9 salimos a la calle, pero el Museo Casa de Rembrandt, nuestra primer
parada, no abría hasta las 10, así que dimos unas vueltas por el
centro para verlo esta vez de día.
Luego de ver que algunos amanecen en extrañas formas en Amsterdam, finalmente nos dirigimos al museo.
El Museo Casa de Rembrandt,
sorprendentemente, salvo algunos grabados y pequeñas aguasfuertes
(algunas excepcionalmente hermosas), no tiene muchas obras de
Rembrandt, las cuales están dispersas por todos los museos del
mundo, la particularidad que tiene es que es la casa donde vivió la
mayor cantidad de su vida. Y de esta forma podemos ver cómo era su
atelier, cómo vendía sus obras, cómo le enseñaba a sus discípulos
y hasta como dormía, al tiempo de enterarnos, con pormenores, tal
vez demasiados, sobre su relación con un tal Jan Six, que los
holandeses conocerán mucho pero nosotros, ni jota.
Salimos
del museo y nos encontramos, justo a la vuelta, con un gran mercado
de pulgas, que son mi perdición. Y pese a la fama que sé que lo
antecede al madrileño, este Waterlooplein Markt es mucho más lindo
que el Rastro.
De
ahí caminamos hasta la Oude Kerk (la antigua iglesia), enclavada en
pleno Barrio Rojo. El sincretismo de Amsterdam en su mayor expresión,
no sólo la iglesia está justo enfrente de varias de las vidrieras
donde las chicas se contonean en ropa interior ofreciendo los
placeres más oscuros del sexo, sino que en la propia plazoleta de la
iglesia hay una estatua que recuerda a todas las trabajadoras de la
prostitución, magnífico. Amsterdam, definitivamente, o la amás o
la odiás, estamos en el primer grupo sin dudas. (Los grabados en las gradas interiores de la Oude Kerk merecen un blog por si mismas, mezcla extraña de devoción piadosa y monstruosas representaciones casi en tono satírico).
Caminamos
hasta la iglesia clandestina de Nuestro Señor en el Ático (Ons’
Lieve Heer Op Solder), también conocido como Museo Amstelkring. Tras
la Reforma, en 1663, Amsterdam se convirtió en una capital
protestante en la que se prohibió el culto católico en público,
por esto (y como no estaba prohibida la práctica privada) construyen
las primeras iglesias católicas secretas. Amstelkring fue la segunda
iglesia clandestina de la ciudad y la única que queda para
visitarla. Es increíble cómo uno entra a una casa de familia (que
está resguardada para ver cómo vivían en la época) y al subir por
una angosta escalera caracol de repente se sale a una parroquia
enorme con gradas, altar, púlpito y dos galerías.
Al
salir de ahí almorzamos en un restaurante de comida tibetana y a las
15:15 nos pusimos, con un acto de paciencia infinita, en la cola para
comprar las entradas a la Casa de Ana Frank (porque cuando quisimos
hacerlo por internet desde Puerto Madryn, ya estaban todas agotadas
para esa semana).
A las 15:30 comenzó a moverse la cola que es cuando empiezan a vender los tickets, y después de una larga hora y media pudimos entrar. La visita es mucho más corta que la espera, pero entrar por esa puerta escondida detrás de la biblioteca, después de haber leído la historia de Ana en primera persona, y encontrarse con su pieza, donde estuvo casi tres años escondida, y ver esa pared donde una nena de doce años fue pegando sus anhelos y sueños preadolescentes en forma de recortes de revistas es una sensación que embarga hasta al corazón más pétreo.
Ya
en la calle y escapándole al bajón, nos metimos en The Pankake
Bakery, supuestamente el lugar más famoso de Holanda para comer
panqueques, y con el de jamón y queso rociado con jarabe de melaza
realmente le hicieron honor a tamaña fama.
Sabíamos
que por la zona (y por todo Amsterdam) hay regadas diversas estatuas
de un autor anónimo que queríamos descubrir, de hecho, a pocas
cuadras, creíamos, estaba la del ejecutivo, que corre por la calle
con su maletín y sin su cabeza, pero nos perdimos entre los canales
y no pudimos encontrarla.
Lo que sí hallamos fue a un grupo de amigos que había decidido sacar el sillón del living a la calle ¿? y también el barco de los
gatos, un bote atracado en uno de los canales en el cual solo viven,
obviamente, gatos.
Compramos
unas ensaladas en un supermercado, cenamos rápido en el departamento
y nuevamente salimos a pasear por el centro de Amsterdam, que tiene
un ambiente inimitable, tal vez semejante sólo al French Quarter de
Nueva Orleans.
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