domingo, 7 de mayo de 2017

Día 14: Todo termina

Sabiendo que ya nos íbamos, pero que tampoco teníamos mucho tiempo para recorrer, remoloneamos un poco más en la cama y recién a las 9:30 dejamos el hotel. Nos sentíamos un poco culpables por haber estado en Rotterdam y no haber conocido más que cinco cuadras a la redonda del hotel, así que antes de encarar directamente a Amsterdam para devolver el coche y partir hacia París pasamos por el centro de uno de los puertos más grandes del mundo. Mal hecho, no sé si fue por el poco tiempo o porque efectivamente la ciudad es así, pero Rotterdam no nos gustó ni medio, así que subimos a la autopista hacia Amsterdam.
 

Antes de entregar el coche debíamos cargar nafta, así que en procura de una estación de servicio aprovechamos y recorrimos las afueras de la ciudad, lejos del centro turístico de la zona roja y los cooffeshops, lo que nos hizo enamorar aún más de esta ciudad holandesa. Paramos a desayunar en un lugar que nos gustó por la onda y el nombre “The Breakfast Club”, donde comimos un delicioso desayuno y nos clavaron unas deliciosas monedas polacas truchas de vuelto.


Devolvimos el coche (sufrí un poco cuando el agente de Sixt le hizo un pormenorizado examen, pero no vio el rayoncito en el paragolpes que le había hecho en el estrecho estacionamiento de Aarkman, al parecer lo veía yo solo) y agarramos las valijas para entrar en la Estación Central, donde nos recibió una última sorpresa. El Coro de Hombres Gay de Amsterdam dio un concierto sorpresa en el gran salón del edificio, y justo enfrente estaban a punto de viajar otro grupo de coreutas mujeres que le hicieron el contrapunto improvisado en el tema de Frozen, increíble.
Esperando el tren a Paris encontramos el pub de la cerveza Delirum Tremens con no sé cuánta demencial cantidad de cerveza tirada, de las cuales dimos cuenta solo de algunas, especial y oportunamente, de la cerveza 25 aniversario. 
  

A las 15:17 más que puntual salió el tren hacia París, llegando a Gard du Nord a las 18:35, sin perder tiempo (una decisión casi providencial por lo que pasó después) tomamos el RER B, a pesar de lo lleno que venía, hacia el aeropuerto De Gaulle.
Llegamos al aeropuerto con varias horas de anticipación, con la intención de hacer el check in, pasear por el freeshop y tirarnos un rato en el salón VIP que habíamos averiguado nos habilitaba nuestra tarjeta, pero después de despachar las valijas nos encontramos una fila de más de 300 metros para hacer Migraciones, ¡de salida! Los franceses habían dispuesto sólo dos personas para hacer ese trámite para todos los vuelos de esa franja horaria, y una de esas personas estaba dedicada únicamente para la Comunidad Europea y China, toooooodo el resto debíamos pasar por una sola ventanilla y encima compartida con la gente de Primera Clase que entraba por una puertita y pasaba adelante de nuestros sufridos ojos. Una vergüenza, primer mundo las pelotas.
En esa fila estuvimos aproximadamente una hora y media, cada tanto venían a buscar a alguno que se le estaba yendo el avión para hacerlo pasar directamente y lo miraban admonitoriamente, como si fuera de ellos la culpa, odié a los franceses en ese momento.
La cosa es que finalmente el tiempo apenas alcanzó para hacer la otra cola de seguridad aeroportuaria y llegar hasta la puerta para hacer el preembarque. Moraleja, podés programar con venticinco años de anticipación una cena en un barco sobre el Sena, pero a los aeropuertos siempre llegá con dos horas más que lo estipulado porque con esta gente nunca se sabe.
Fuera de eso, el avión salió más o menos puntual, llegó a San Pablo bien, aunque a decir verdad debimos caminar a tranco largo para alcanzar a tiempo la combinación a Buenos Aires, a donde llegamos a las 10 de la mañana del domingo.

Y así terminó un viaje del que veníamos hablando desde el mismo día que nos casamos, un viaje perfecto que coronó estos primeros veinticinco años perfectos, con la mujer de mis sueños, Carolina, la madre de mis hijos.

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