Pese
al cansancio de ayer, salimos a las 9 en el subte 8 hacia la plaza de
la Ópera para ir a las Galerías Laffayette (Caro quería comprar su
vestido de aniversario para usar esa noche en la cena por el Sena).
Pero las galerías abren recién a las 10:30, así que aprovechamos
para pasear por la zona. Mala decisión, encontramos un local inmenso
de Lindt, el cual se llevó gran parte de nuestro presupuesto semanal
en chocolates de diversas formas y tamaños.
En
una esquina encontramos el consabido, y original, Café de la Paix,
cancheros nos sentamos, cancheros tomamos la carta de precios y
cancheros nos levantamos como nos habíamos sentado, más de 6 euros
un café nos pareció un disparate, hasta para el Café de la P
francés, así que nos mudamos al Café de la Ópera, tal vez un
poco (no mucho) menos emblemático, pero mucho más asequible a
nuestras aspiraciones financieras.
Cuando
abrieron las galerías, compramos el vestido de Caro, que ya había
elegido por internet, y una camisa para el novio, y salimos a caminar
hacia la Isla de la Cité.
Llegamos
al Pont Neuf e hicimos un parate en nuestro recorrido. Hacía
veinticinco años que esperábamos ese momento. Lo habíamos
imaginado mil veces, lo habíamos conversado otras tantas, y ahí
estábamos, en nuestro Pont Neuf, solos, sentados en un banco de
piedra, viendo correr el agua del Sena. Y volvimos a mirarnos como
hace veinticinco años, otro 8 de mayo, y nos esposamos nuevamente con
las alianzas que aguardaban pacientemente en su cuna de porcelana.
Hecha
nuestra pequeña ceremonia, cruzamos a la Isla y primero visitamos La
Conciergerie, donde estuvieron presos miles de franceses en la
Revolución, incluida María Antonieta, previo a que fueran juzgados
y ejecutados, y luego Saint Chapelle, con sus increíbles vitraux.
Seguimos
caminando hacia la Catedral de Notre Dame, donde si bien visitamos la
nave central, no subimos a la torre, porque había una cola de más
de dos cuadras, y no parecía avanzar a paso firme, y después de la
fila de las Catacumbas estábamos un poco curados de espanto.
Almorzamos
ahí mismo, en un puestito de un restaurante frente a Notre Dame, un
Croque Monsieur, que a mí no me terminó de convencer.
En
el camino hacia el Panteón encontramos varios negocios de comic, a
los cuales entramos religiosamente a cada uno en busca de la Cosa del
Pantano para Mati.
La recorrida del Panteón está bien, es como uno
de los puntos obligados en las visitas a París, pero no es mucho más
que un edificio monumental con nombres grabados en piedra, a menos
que te pegue el lado espiritual y sí, estar frente a las tumbas de
Victor Hugo, de Voltaire, de Rousseau, de Marie Curie o Alejandro
Dumas puede alterar los sentidos.
¡Ah! ¡Y el Péndulo de Foucault! ¡El Péndulo de Foucault orginal! Casi me olvido.
¡Ah! ¡Y el Péndulo de Foucault! ¡El Péndulo de Foucault orginal! Casi me olvido.
A
la salida, y buscando el subte, nos topamos con los Jardines de
Luxemburgo, hermoso parque, donde nos tomamos unos chocolates
calientes mirando a los chicos hacer navegar sus pequeños veleros en
el lago.
Volvimos
al departamento a descansar un par de horas, bajé a comprar una
libreta para escribir todo esto y medio que me colgué en el
supermercado de la esquina y cuando volví me encontré a Caro medio
desencajada porque ya no quedaba tiempo para llegar al barco para la
cena. Salimos corriendo, ya descartando tomar el subte (aunque con el
diario de mañana podemos decir que no deberíamos haberlo hecho) y
tomamos un taxi parisino, nunca, pero nunca, lo volveremos a hacer y
ustedes tampoco deberían repetirlo.
Teníamos
que estar a las 20:15 en el Pont des Arts y el taxista, siendo las
20:10 comenzó a preguntarnos si conocíamos ese puente... Él, el
taxista parisino, nos preguntaba a nosotros si conocíamos el puente,
le dijimos que sí, que era uno antes que el Pont Neuf, cruzó el
Sena y nos pusimos locos, que no, que era de la otra orilla, y ya no
hablábamos ni en francés, ni en castellano ni en ninguna lengua inteligible, y él nos explicaba embarullado que no podía ir por el
otro lado, y que esa era la forma y otra vez cruzar el Sena y
preguntarnos si nos parecía bien bajarnos ahí. Lo miramos y supimos
que si no nos bajábamos íbamos a terminar en Venecia a ese paso.
Obviamente
el infeliz nos había dejado cuatro puentes más abajo, y ya eran las
20:30 pasadas, el barco no nos iba a esperar. Y comencé a correr río
arriba, el casi kilómetro que nos separaba de nuestra cena de
aniversario.
Para
hacerla corta, llegué, sin aliento y en un estado muy poco de
etiqueta, pero llegué. Nos sentamos en nuestra mesa del Bateau
Calife. Había para elegir dos opciones de menú, elegimos uno y uno,
por un lado por el precio y por el otro porque a mí no me gusta
especialmente el foi gras.
El
barco partió hacia el este por el brazo sur del Sena junto a la Isla
de Francia, subió hasta el Ministerio de Economía, la zona más
moderna de la ciudad, y luego bajó por el otro lado del río, hasta
la estatua de la Libertad (la original francesa) pasando por la torre
Eiffel justo cuando comenzó a destellar.
La
cena duró dos horas, pero se mantendrá por siempre como uno de los
momentos más lindos de los últimos años.
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