viernes, 19 de mayo de 2017

Día 2: Nuestro 25 aniversario

Pese al cansancio de ayer, salimos a las 9 en el subte 8 hacia la plaza de la Ópera para ir a las Galerías Laffayette (Caro quería comprar su vestido de aniversario para usar esa noche en la cena por el Sena). Pero las galerías abren recién a las 10:30, así que aprovechamos para pasear por la zona. Mala decisión, encontramos un local inmenso de Lindt, el cual se llevó gran parte de nuestro presupuesto semanal en chocolates de diversas formas y tamaños.

En una esquina encontramos el consabido, y original, Café de la Paix, cancheros nos sentamos, cancheros tomamos la carta de precios y cancheros nos levantamos como nos habíamos sentado, más de 6 euros un café nos pareció un disparate, hasta para el Café de la P francés, así que nos mudamos al Café de la Ópera, tal vez un poco (no mucho) menos emblemático, pero mucho más asequible a nuestras aspiraciones financieras.
Cuando abrieron las galerías, compramos el vestido de Caro, que ya había elegido por internet, y una camisa para el novio, y salimos a caminar hacia la Isla de la Cité.
 

Llegamos al Pont Neuf e hicimos un parate en nuestro recorrido. Hacía veinticinco años que esperábamos ese momento. Lo habíamos imaginado mil veces, lo habíamos conversado otras tantas, y ahí estábamos, en nuestro Pont Neuf, solos, sentados en un banco de piedra, viendo correr el agua del Sena. Y volvimos a mirarnos como hace veinticinco años, otro 8 de mayo, y nos esposamos nuevamente con las alianzas que aguardaban pacientemente en su cuna de porcelana.

 

Hecha nuestra pequeña ceremonia, cruzamos a la Isla y primero visitamos La Conciergerie, donde estuvieron presos miles de franceses en la Revolución, incluida María Antonieta, previo a que fueran juzgados y ejecutados, y luego Saint Chapelle, con sus increíbles vitraux.
 

 



Seguimos caminando hacia la Catedral de Notre Dame, donde si bien visitamos la nave central, no subimos a la torre, porque había una cola de más de dos cuadras, y no parecía avanzar a paso firme, y después de la fila de las Catacumbas estábamos un poco curados de espanto.



Almorzamos ahí mismo, en un puestito de un restaurante frente a Notre Dame, un Croque Monsieur, que a mí no me terminó de convencer.
En el camino hacia el Panteón encontramos varios negocios de comic, a los cuales entramos religiosamente a cada uno en busca de la Cosa del Pantano para Mati. 
 

La recorrida del Panteón está bien, es como uno de los puntos obligados en las visitas a París, pero no es mucho más que un edificio monumental con nombres grabados en piedra, a menos que te pegue el lado espiritual y sí, estar frente a las tumbas de Victor Hugo, de Voltaire, de Rousseau, de Marie Curie o Alejandro Dumas puede alterar los sentidos.
¡Ah! ¡Y el Péndulo de Foucault! ¡El Péndulo de Foucault orginal! Casi me olvido. 



A la salida, y buscando el subte, nos topamos con los Jardines de Luxemburgo, hermoso parque, donde nos tomamos unos chocolates calientes mirando a los chicos hacer navegar sus pequeños veleros en el lago.


Volvimos al departamento a descansar un par de horas, bajé a comprar una libreta para escribir todo esto y medio que me colgué en el supermercado de la esquina y cuando volví me encontré a Caro medio desencajada porque ya no quedaba tiempo para llegar al barco para la cena. Salimos corriendo, ya descartando tomar el subte (aunque con el diario de mañana podemos decir que no deberíamos haberlo hecho) y tomamos un taxi parisino, nunca, pero nunca, lo volveremos a hacer y ustedes tampoco deberían repetirlo.
Teníamos que estar a las 20:15 en el Pont des Arts y el taxista, siendo las 20:10 comenzó a preguntarnos si conocíamos ese puente... Él, el taxista parisino, nos preguntaba a nosotros si conocíamos el puente, le dijimos que sí, que era uno antes que el Pont Neuf, cruzó el Sena y nos pusimos locos, que no, que era de la otra orilla, y ya no hablábamos ni en francés, ni en castellano ni en ninguna lengua inteligible, y él nos explicaba embarullado que no podía ir por el otro lado, y que esa era la forma y otra vez cruzar el Sena y preguntarnos si nos parecía bien bajarnos ahí. Lo miramos y supimos que si no nos bajábamos íbamos a terminar en Venecia a ese paso.
Obviamente el infeliz nos había dejado cuatro puentes más abajo, y ya eran las 20:30 pasadas, el barco no nos iba a esperar. Y comencé a correr río arriba, el casi kilómetro que nos separaba de nuestra cena de aniversario.
Para hacerla corta, llegué, sin aliento y en un estado muy poco de etiqueta, pero llegué. Nos sentamos en nuestra mesa del Bateau Calife. Había para elegir dos opciones de menú, elegimos uno y uno, por un lado por el precio y por el otro porque a mí no me gusta especialmente el foi gras.
El barco partió hacia el este por el brazo sur del Sena junto a la Isla de Francia, subió hasta el Ministerio de Economía, la zona más moderna de la ciudad, y luego bajó por el otro lado del río, hasta la estatua de la Libertad (la original francesa) pasando por la torre Eiffel justo cuando comenzó a destellar.
La cena duró dos horas, pero se mantendrá por siempre como uno de los momentos más lindos de los últimos años.



   

 

 

  

Salimos del barco y lamenté haberme olvidado, por las corridas, el habano en el departamento, entonces volvimos en subte a buscarlo y salimos nuevamente a pasear por el barrio hasta los Campos de Marte, tratando de estirar lo más posible esa noche perfecta.

























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