domingo, 14 de mayo de 2017

Día 7: Au revoir, Paris

Nos quedaba todo un día en París, el tren hacia Bélgica salía por la noche, así que contratamos el servicio de Eelway para que pasaran a buscar las valijas y nos las entregaran en la misma estación de tren, así podríamos pasear libres sin preocuparnos de arrastrarlas. A las 8:30, puntual, estaba Ismael retirando los bártulos de la puerta, desayunamos lo que quedaba de quesos (un cambembert a las 9 es un poco fuerte, a ser sinceros) y dejamos, con cierta añoranza, el departamento de Anais.


Volvimos a tomar el metro 6 hasta el cementerio de Montparnasse, y con la ayuda de un plano que te dan en la puerta y a fuerza de perdernos por los senderos, nos quedamos un rato saludando a Julio, para después también pasar a visitar a Sastre y Simone de Beauvoir.
 

Nos habían dicho que no podíamos ir a París y no visitar el Centro Pompidou, así que dirigimos nuestros pasos hacia allá, pero la visita, no puedo mentirles, nos supo a poco, tal vez por la fama que lo precedía, tal vez porque siempre estuvimos enamorados del MoMA, tal vez porque encontramos la quinta planta, vaya uno a saber por qué, cerrada al público. La cosa es que los pocos, poquísimos cuadros de Dalí, lo escaso de Miró o Kandinsky, lo inexistente de Magritte, hizo que saliéramos de la joya parisina con cierta desilusión. 

 


 

 

Almorzamos en Le Pain Quotidiane y nos tomamos el subte hacia la estación Anvers, donde (con el mismo ticket, para el que nunca lo hizo) nos subimos al funicular hacia Sacre Coeur.

 


Primero visitamos la iglesia Saint Pierre, que según cuenta la leyenda, fue construida por primera vez en el siglo III, después sí, recorrimos Sacre Coeur y subimos a su domo caminando.

 

 

 

 

Para recuperar fuerzas y buscar el espíritu de la Belle Epoque, nos sentamos en un café frente a la Place du Tertre, la entrañable plaza de los pintores y merendamos un mil hojas Napoleón.

 
 

De ahí, guía en mano, fuimos buscando las casas escondidas de uno de los barrios más tradicionales de París, desde el Molino de la Galette hasta la casa del hermano de Van Gogh, donde Vincent vivió alguna vez. Sin olvidar la extraña estatua de Léon Dutilleul, el pasaparedes, protagonista del cuento de Marcel Aymé pero que ya se ha convertido en una verdadera leyenda urbana.

 

 

 

 

Nuestra caminata nos terminó dejando frente al Moulin Rouge, y de ahí, unos pasos más, hasta el pub O'Sullivans, donde a pesar de tener una extraña invasión de barrabravas finlandeses, pudimos disfrutar de una excelente Guinness tirada.



 

Despidiéndonos de París, llegamos a Gard du Nord, donde recuperamos las valijas (luego de un pequeño susto, porque por error en un mensaje nosotros estábamos en una punta de la estación y ellos en otra) y puntualmente a las 20:55 salió el tren hacia Bruselas.
Allí teníamos que hacer combinación con el tren a Brujas, pero no había nadie de información en esa estación desierta y con carteles en un idioma que definitivamente no manejábamos. Pudimos entender cuál era el andén y a duras penas subimos las valijas hasta ahí. Pero el tren no aparecía, y el horario ya se había cumplido. De repente se escuchó una voz en los parlantes, en un idioma que creo entendería solamente Ragnar Lothbrok, y vimos que los pocos pasajeros, que como nosotros esperaban en ese andén, comenzaron a bajar rápidamente las escaleras. Y si bien no estábamos en Roma, igual has como vieres, así que calcé una valija en cada brazo y seguimos a la masa. Efectivamente, no sólo llegaba con retraso el tren, sino que lo hacía por otra plataforma. Apenas alcanzamos a subir, sin aliento y con los brazos dos centímetros más largos.
Nuestra primera impresión de los belgas definitivamente no fue la mejor, aunque deberé decir que con las horas tampoco mejoraría mucho.
Pasada la medianoche llegamos a una Brujas en silencio y desierta. Preguntamos cómo llegar caminando al hotel en un bar de la estación y nos mandaron a tomar un taxi. Cuando finalmente encontramos la parada de taxis, el último nos mandó al primero, y el primero nos ladró preguntándonos qué queríamos. Definitivamente no me caen los belgas, salvo que se llamen Poirot.

De todas formas, nos llevó hasta el hotel, pero esa es otra historia.

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