Nos
quedaba todo un día en París, el tren hacia Bélgica salía por la
noche, así que contratamos el servicio de Eelway para que pasaran a
buscar las valijas y nos las entregaran en la misma estación de tren,
así podríamos pasear libres sin preocuparnos de arrastrarlas. A las
8:30, puntual, estaba Ismael retirando los bártulos de la puerta,
desayunamos lo que quedaba de quesos (un cambembert a las 9 es un
poco fuerte, a ser sinceros) y dejamos, con cierta añoranza, el
departamento de Anais.
Volvimos
a tomar el metro 6 hasta el cementerio de Montparnasse, y con la
ayuda de un plano que te dan en la puerta y a fuerza de perdernos por
los senderos, nos quedamos un rato saludando a Julio, para después
también pasar a visitar a Sastre y Simone de Beauvoir.
Nos
habían dicho que no podíamos ir a París y no visitar el Centro
Pompidou, así que dirigimos nuestros pasos hacia allá, pero la
visita, no puedo mentirles, nos supo a poco, tal vez por la fama que
lo precedía, tal vez porque siempre estuvimos enamorados del MoMA,
tal vez porque encontramos la quinta planta, vaya uno a saber por
qué, cerrada al público. La cosa es que los pocos, poquísimos
cuadros de Dalí, lo escaso de Miró o Kandinsky, lo inexistente de
Magritte, hizo que saliéramos de la joya parisina con cierta
desilusión.
Almorzamos
en Le Pain Quotidiane y nos tomamos el subte hacia la estación
Anvers, donde (con el mismo ticket, para el que nunca lo hizo) nos
subimos al funicular hacia Sacre Coeur.
Primero
visitamos la iglesia Saint Pierre, que según cuenta la leyenda, fue
construida por primera vez en el siglo III, después sí, recorrimos
Sacre Coeur y subimos a su domo caminando.
Para
recuperar fuerzas y buscar el espíritu de la Belle Epoque, nos
sentamos en un café frente a la Place du Tertre, la entrañable
plaza de los pintores y merendamos un mil hojas Napoleón.
De
ahí, guía en mano, fuimos buscando las casas escondidas de uno de
los barrios más tradicionales de París, desde el Molino de la
Galette hasta la casa del hermano de Van Gogh, donde Vincent vivió
alguna vez. Sin olvidar la extraña estatua de Léon Dutilleul, el
pasaparedes, protagonista del cuento de Marcel Aymé pero que ya se
ha convertido en una verdadera leyenda urbana.
Nuestra
caminata nos terminó dejando frente al Moulin Rouge, y de ahí, unos
pasos más, hasta el pub O'Sullivans, donde a pesar de tener una
extraña invasión de barrabravas finlandeses, pudimos disfrutar de una
excelente Guinness tirada.
Despidiéndonos
de París, llegamos a Gard du Nord, donde recuperamos las valijas (luego
de un pequeño susto, porque por error en un mensaje nosotros
estábamos en una punta de la estación y ellos en otra) y
puntualmente a las 20:55 salió el tren hacia Bruselas.
Allí
teníamos que hacer combinación con el tren a Brujas, pero no había
nadie de información en esa estación desierta y con carteles en un
idioma que definitivamente no manejábamos. Pudimos entender cuál
era el andén y a duras penas subimos las valijas hasta ahí. Pero el
tren no aparecía, y el horario ya se había cumplido. De repente se
escuchó una voz en los parlantes, en un idioma que creo entendería
solamente Ragnar Lothbrok, y vimos que los pocos pasajeros, que como
nosotros esperaban en ese andén, comenzaron a bajar rápidamente las
escaleras. Y si bien no estábamos en Roma, igual has como vieres,
así que calcé una valija en cada brazo y seguimos a la masa.
Efectivamente, no sólo llegaba con retraso el tren, sino que lo
hacía por otra plataforma. Apenas alcanzamos a subir, sin aliento y
con los brazos dos centímetros más largos.
Nuestra
primera impresión de los belgas definitivamente no fue la mejor,
aunque deberé decir que con las horas tampoco mejoraría mucho.
Pasada
la medianoche llegamos a una Brujas en silencio y desierta.
Preguntamos cómo llegar caminando al hotel en un bar de la estación
y nos mandaron a tomar un taxi. Cuando finalmente encontramos la
parada de taxis, el último nos mandó al primero, y el primero nos
ladró preguntándonos qué queríamos. Definitivamente no me caen
los belgas, salvo que se llamen Poirot.
De
todas formas, nos llevó hasta el hotel, pero esa es otra historia.
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