A las 9 teníamos la entrada al Museo del Louvre, así que desayunamos
rápidamente en nuestra boulangerie (Panadería en francés, creo que ya lo deje claro) y a las 8:45 ya estábamos frente
a la gran pirámide de cristal.
Teníamos un plan detallado, el
Louvre es enorme, imposible recorrerlo en un solo día, así que la
idea era visitar ciertas obras seleccionadas y después, si sobraba
tiempo, el resto. Obviamente, la primera era la Mona Lisa, y como
sabíamos que su salón siempre se llenaba de gente, y como nuestros
viajes ya nos han enseñado que los chinos, en masa, son
infranqueables (nunca llegamos a ver por completo El Jardín de las Delicias de El
Bosco, en el Prado), ni bien entramos esquivamos el guardarropas y el
acceso principal, doblamos hacia la derecha, directo al ala Denon.
Cruzamos salones sin mirar las paredes, ascendimos si atención las
escaleras, pasamos irrespetuosamente a la Victoria de Samotracia sin
siquiera saludarla, pero la aventura tuvo frutos, llegamos al gran
salón de la obra maestra de Leonardo Da Vinci casi en soledad, sólo
otras cuatro personas, tan testarudas como nosotros, nos acompañaron
en esa comunión maravillosa con una de las pinturas más
trascendentales de la historia del arte.
Después
sí, ya colmados los ojos, volvimos sobre nuestros pasos y nos
maravillamos con el tiempo necesario con esa monumental muestra del
genio humano que es la Victoria de Samotracia.
Y unos pisos más
abajo le fui infiel, abiertamente, a Carolina enamorándome sin
evitarlo de la Venus del Milo.
Lamentamos
que el sector egipcio estuviera cerrado, paseamos por el ala
oriental, evitamos voluntariamente todo el arte francés y salimos,
pasado el mediodía, a almorzar en el Café de la Comedia, donde la
histriónica Angelique nos sirvió las tartas más ricas de París.
Debíamos
ya preparar las valijas para la partida de mañana, así que volvimos
al departamento, más tarde compramos en el Monoprix de enfrente unos
cuántos quesos, unas baguettes y una Leffe y salimos hacia La
Bastilla, el lugar simbólico de la Revolución francesa, pero
llovía, así que miramos la pequeña plazoleta desde debajo de una
parada de colectivos, llegamos hasta la nueva ópera.
Luego tomamos el
subte hacia los Campos Eliseos, justo enfrente del Grand Palais (el
Beso de Rodin, que está en ese museo, quedará para la próxima
visita a París).
Nos
sentamos en un banco de una plaza sobre los Campos Eliseos para
disfrutar nuestra cena parisina, mientras mirábamos las enormes y
descaradas ratas del cantero de enfrente.
Luego,
mirando las inalcanzables vidrieras de Vuitton, Cartier y demás de
los Eliseos, llegamos hasta el Arco del Triunfo, subimos los 300
escalones hasta su terraza y nos extasiamos con una de las mejores
vistas de la ciudad (mejor que la de la torre Eiffel porque
justamente está la torre en ella) mientras atardecía sobre la
capital de Francia.
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