Ya
estábamos podridos de desayunar en Mc Donalds, así que buscamos
alternativas y encontramos una boloungerie (panadería en francés, que como verán, lo domino a la perfección) cruzando la esquina,
frente a la estación de subte, que desde ese día se convertiría en
nuestro punto de partida diario.
Viajamos
hasta la estación Saint Lazare para combinar con el tren a Vernon,
ese día nos tocaba conocer otros jardines, los que acunaron los
sueños y obras del gran Monet.
A
las 9:05 ya estábamos llegando a Vernon, donde alquilamos un par de
bicicletas para cruzar el Sena, recorrer la campiña normanda y
llegar hasta Giverny, donde está la casa donde vivió Claude Monet.
La cantidad de flores que hay en esos jardines es abrumadora, los colores parecen salidos directamente de la paleta del artista que a Caro tanto conmueve, todo envuelto en un aura bucólica que nos sumerge en una de sus pinturas, los pájaros, los canales, el lago de los nenúfares, todo es casi mágico. Salvo los chinos, chinos everywhere.
A
la vuelta, visitamos la tumba de Monet, junto a la iglesia dedicada a
Santa Radegonde, que data del siglo XV y tiene una gran piedra
grande en el frente, vestigio de un dolmen que tiene la reputación
de sanar las enfermedades de la piel, pero hasta ahora, pasados
quince días, no nos ha dado resultado.
Regresamos pasando junto al Club Náutico y un tan increíble como inaccesible castillo normando, para terminar almorzando en el peor lugar posible, una sanguchería simil yanqui llamada Bus Stop a la cual deberían escaparle si tienen la oportunidad.
Tomamos
el tren de vuelta a las 14:53, como dato de poco interés, con un
valor de 12,50 euros, para descansar unas horas en el departamento.
Mientras Caro buscaba una wifi para ver los horarios de caída del sol, yo descubrí que los franceses tienen una maravillosa forma de cargar sus celulares y a la vez bajar la panza:
A
la tarde, salimos caminando hacia la torre Eiffel fumando un
delicioso Hoyo de Monterrey por los Campos de Marte. Compramos un par
de baguettes y un champagne en un negocio cerca de la torre
(lo preferimos a los que te venden los muchachos debajo de la torre
por calidad y temperatura) y nos tiramos sobre el césped, bajo un sol
primaveral maravilloso, para disfrutar nuestro picnic privado, junto
a miles de otros picnics privados, junto a la torre.
Teníamos
entrada para las 22 para subir a la torre Eiffel, intentamos
mandarnos antes, pero las antipáticas parisinas de la puerta nos
echaron flit, así que cruzamos el Sena y nos fuimos a pasear por la
zona de Trocadero, donde nos tomamos una cerveza en uno de los
múltiples bares de esquina que tiene esta ciudad, siempre con las
sillas de frente a la calle, como una inmensa vidriera a un reality
eterno.
Al anochecer volvimos a la torre Eiffel, subimos hasta su
segunda planta y nos terminamos de enamorar de esta ciudad luz.
Pasada
la medianoche regresamos, coherentemente, luego de un día extenso y
de pies en carne viva, por la avenida Suffren.
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