martes, 16 de mayo de 2017

Día 5: Entre palacios y museos

Luego de visitar nuestra boulangerie (¿les dije que es panadería en francés, que domino con excelencia?), salimos para la Ópera, que a las 10 teníamos entrada para visitar el Palais Garnier, un monumento a la grandiosidad edilicia francesa. 
Cada uno de los rincones del Palais Garnier esconde una historia diferente, desde su creador Charles Garnier y su familia, hasta el palco secreto del Fantasma de la Ópera, desde los millones y millones dedicados a su Grand Foyer hasta los artistas que pasaron por su sala, el Palais Garnier es mucho más que uno de los edificios más hermosos construidos por el hombre.







Apabullados de historia y oro, salimos caminando hacia el parque de las Tullerías, almorzando de camino unas ensaladas sobre la avenida de la Ópera y pasamos frente al Palais Royal.
Cruzamos el Sena y nos sumergimos en el Museo d'Orsay, con todos sus Renoir, sus Cézanne, sus Gauguin y sus, por supuesto, Monet; pero donde descubrí a August Strindberg, un dramaturgo sueco, medio loco, con unas pinturas alucinantes.




Después, fuimos al Museo Rodin, que desde aquel viaje de luna de miel a Nueva York, donde tildé con sus rostros, sus gestos y sus manos en una muestra itinerante que enganchamos en el MoMA no puedo sacar de mis retinas. Los sentimientos que transmite Rodin a través de la piedra es algo que me atraviesa de punta a punta.


 

 

Y a última hora quisimos visitar la tumba de Napoleón en Los Inválidos, pero nos dijeron que para acceder al panteón teníamos que pagar la entrada completa al museo de la Armada, y no pensábamos, así que le sacamos foto de lejos al último descanso del gran corso. 

Volvimos al departamento a buscar la bolsa de Lego (queríamos cambiar el regalo de Fran) y regresamos al Forum de Halles. De ahí caminamos hacia el barrio Latino, que fuera de la librería Shakespeare & Co, no es mucho más que restaurantes con mozos insoportables que buscan meter turistas a sus locales.
Pero la librería Shakespeare & Co merece un párrafo aparte, sus pequeños saloncitos poblados de libros de piso a techo, con sillas destartaladas y hasta camas, es un lugar entrañable. Ese olor a papel y madera, ese piano arrumbado en un costado y esa pared llena de papelitos manuscritos (donde dejé mi propio recuerdo) hacen de esta librería un lugar obligado para cualquier visitante de París.  
 


Cenamos una raclette media olvidable en Le Grand Bistró y volvimos a dormir.


  

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